viernes, 2 de diciembre de 2011

 ¿Dónde los hombres?        

          ¡Cada vez más alto, cada vez  más lejos!

No sé quien dijo que la vida del hombre en esta tierra era un combate. Y no le faltaba razón. Basta leer los periódicos ¡Mamma mia!

Y en todo combate hay tiempos de atacar y tiempos de resistir. A veces, no se avanza y hay que esperar días enteros camuflado en cualquier trinchera.

Para estas dos situaciones, el Espíritu pone en nosotros dos  cualidades del don de Fortaleza que nos animan a luchar. Lo malo es que tienen nombres algo raros: Magnanimidad y longanimidad. La culpa es del latín. Realmente, solo quieren decir que todos necesitamos grandeza de espíritu y ánimo largo, toda la correa para arrimar el hombro y aguantar cuando el resultado tarda en venir.

Hablar de esto parece hoy anacrónico. Y es porque nos enga­ñan, porque sigue en marcha la idea  burguesa,  y optimista de que aquí no pasa nada. Estamos en el “buenísmo” de  Zapatero.

Y esto, aunque la reali­dad lo desmienta. Basta ver, en la pequeña pantalla, el mal en todas sus formas: abortos, genocidios, guerras injustas, terrorismo, hambre, pedofília… Es el mal que los hombres hacemos y pa­decemos. Pero nadie hace nada por evitarlo.

¿No buscamos todos lo «bajo en calorías», lo «descafeinado»? El hombre «light» ¿cómo va a hablar de lucha? Pero, «el reino de los Cielos padece violencia y sólo los que se esfuerzan lo alcanzan». Es palabra de Dios. Y los que amamos, los que sabemos, además, que «lo que mucho vale, mucho cuesta» debemos acoger con alegría el riesgo del Amor. Esto es la Magnanimidad: «El compromiso que el espíritu se impone de tender voluntariamente a las cosas grandes». Es hasta bonito.

El valiente que tiene alma grande se lanza a lo que es grande. La gloria de Dios es lo suyo. Y, lo curioso es comprobar, a veces, que la mayor fuerza del bien se revela en la impotencia... ¡Nos dan en  los dos carrillos!

¿Cualidades de éstos valientes? Sinceridad y honradez a toda prue­ba. Todo, antes que callar la verdad. Huir, como de la peste, de hacer la pelota y otras actitudes similares. Una confianza casi provocadora y una calma perfecta.
 No se rinden, aunque la confusión flote en el ambiente. No son esclavos de nadie. ¿Bonito, verdad?

Y ¡atención! esta preferencia apasionada por lo grande, es hermana de la sencillez. Nada de qué fardar. ¡Pero ya todo el poder de la Resurrección es nuestro!  “Seréis mis testigos. Hasta haréis cosas mayores que las que hice yo”.

En consecuencia, podemos volar sin preocupacio­nes y hasta hacer nuestro, con la fuerza de Dios, el lema de aquella compañía aérea: «Cada vez más alto, cada vez más rápido, cada vez más lejos».

No lo entendía así la madre del piloto que le aconsejaba al despedirse: «Hijo mío, vuela bajo y despacio». A esta sufridora de angustiosas esperas -que pedía un desastre- le hacía falta el ánimo largo. Ese otro regalo del Espíritu que nos da fuerza para lo bueno aunque haya que esperar… 

Sentados, claro está. Es el empuje que necesitamos en esas situaciones que van «para rato». Todos conocemos enferme­dades, problemas, circunstancias familiares que parecen in­terminables. No hablemos del paro. Clamamos. Cuánto tiempo, cuánta espera… Se nos pone corazón de salmo.

Pero sentimos la fuerza de Dios. Y salimos a  la calle, cada mañana, para contar que Dios ama al hombre, simplemente con el testimonio de nuestra vida, de nuestra alegría.
Hay un salmo muy hermoso que muchos hemos cantado en Teizé: “El Señor es mi fuerza, el Señor es mi canción”. ¡Todos a cantar!


Sí, borregos que cruzáis la Península, a ver si servís para algo. Al menos abrid la boca. O la vida. Pero ¿dónde los hombres? ¿dónde los hombres? ¿dónde los hombres? ¿dónde los hombres? ¿dónde los hombres? ¿dónde los hombres? ¿dónde los hombres? ¿dónde los hombres? ¿dónde los hombres? ¿dónde los hombres? ¿dónde los hombres? ¿dónde los hombres? DÓNDE


           


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