
¿Dónde los hombres?
Las “zonas verdes” de la persona
La reciente gran reunión ecológica sigue dando aldabonazos. Lamentablemente, ¿puede el hombre —animal urbano— respirar el aire limpísimo? No pisamos ya la tierra que salva, sólo el asfalto que deshumaniza. No vivimos en contacto con la vida que brota y crece, no contemplamos el verde palpitante. Sólo esas moles de cemento gris, construidas por la mano del hombre. Es la desmesura de la técnica. Basta mirar al cielo para perderse entre tendidos eléctricos, cornisas de piedra y anuncios que gritan su mensaje. Ruidos mecánicos, olor a carburantes, flores de plástico y codornices en lata.
Las ciudades rompen, día a día, todo lazo con la Naturaleza. Se olvidan del paisaje y del cielo, del volar de las golondrinas y del aire que riza los sembrados. Pero las relaciones vitales del hombre y la tierra, el misterioso latir que los une, no pueden romperse.
Desesperadamente, los urbanistas de todo el mundo luchan por salvar las zonas verdes, ese tierno pulmón que nuestras ciudades necesitan. Respiro indispensable para que los niños no se pongan amarillos, los ancianos no alimenten escondidos su tristeza y el amor se dé limpiamente la mano.
No es tarea fácil: los inmensos hormigueros humanos proliferan como una erupción. ¿Cómo salvarlo? ¿Cómo redimir el asfalto rescatándolo a la esperanza? Quedan sólo las pequeñas plazas verdes, los paseos con jardines, los parques minúsculos, gracias a los cuales nos enteramos cada año de que han llegado la primavera o el invierno.
¡Las pequeñas plazas! Hace mucho tiempo, mirando por los cristales, mientras pasaba sus apuntes de Física, una de mis hermanas las describió en un verso adolescente: «Cuatro bancos, de piedra sucia y gastada -un viejecillo sentado al sol de la primavera- y un árbol viejo que esponja la fragancia exuberante de sus ramas». ¿Hay una versión más exacta de las pequeñas plazas provincianas que todos guardamos en algún rincón?
Tuve la suerte de conocer a Ángela Guardiola, una dibujante catalana ocupadísima. Para hablarle, tuve que comer con ella en Barcelona. Le pedí un trabajo bonito y, sintiéndolo en el alma, no lo aceptó. «¿Sabes? —me dijo escuetamente—, tengo que respetar mis “zonas verdes"».
Anoté la frase. He aquí un concepto feliz: respetar nuestras “zonas verdes”. Respetar nuestro respirar, nuestra vida. Porque a veces todos notamos que «aquí no hay quien respire» y que «esta vida no es vida». Un trabajo, una conferencia, una clase, otro trabajo, y otro, y otro... Una factura de la tienda, un plazo del piso, una matrícula, un viaje, un traje de chaqueta... ¿Cómo decir que no? Y un día hacemos ¡crack! y todo se acaba: una anemia, una obsesión, una imposibilidad de crear, de admirar, de amar, de sonreír. No. Hay que decir que no. Respetemos nuestras “zonas verdes”. Miremos por nuestra vida, que es un grave deber, y por nuestra alma. Por nuestra capacidad de ilusionarnos y de volar. ¿De acuerdo?