Victoria Díez
¡Echemos una mano en esta movida de la enseñanza!
Era hija única y destinada como mestra al pueblo cordobés de Hornachuelos, se fue a vivir allí con sus padres, implicándose de lleno en la promoción humana de la gente. Vivió su compromiso hasta el final. Muy querida por todos, su único delito fue acoger a la mujer del párroco, cuando los milicianos asaltaron la iglesia y se la llevaron.
Juan Pablo II se refirió a la sevillana, como la primera mártir de la guerra civil española, que llegaba a los altares, “desde el trabajo abnegado en la enseñanza”.
En la madrugada del 12 de agosto de 1936 Victoria fue conducida, junto a 17 hombres para emprender una marcha de 12 kilómetros sin vuelta posible. Este camino la convierte en una mujer excepcional. Para colmo, perdió un tacón en el trayecto, lo que hizo más difícil avanzar por aquel terreno abrupto. Ahora no es sólo la maestra sencilla y disponible; es una mujer de fé, que marcha con la fuerza de los convencidos que sabe cargar con los miedos propios y ajenos, dando valor a todo el grupo: ánimo, es su palabra constante. “¡Animo, adelante!” Había escrito que “creer bien y enmudecer no es posible”, que no hay lugar para la cobardía. Y lo creyó hasta dar la vida. Todos los hombres fueron cayendo, de un disparo, al pozo abandonado. A ella la dejaron la última, dándole la oportunidad de salvarse si renegaba de su fe. La oferta fue inútil.
Durante su beatificación, en octubre de 1993, Juan Pablo II citó la encíclica “Veritatis Splendor” y afirmó que en los mártires españoles se habían cumplido las palabras del Evangelio: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”.
Con su sacrificio, el mártir grita, ante el mundo, su propia elección libre de la verdad de Dios. Esta es la fuerza del amor, un amor más fuerte que la muerte.
Ante el asombro de muchos, una gran fotografía de Victoria, con sus largos zarcillos, estilo años veinte, sonreía desde la fachada de San Pedro. Algo que no habría podido, ni soñar, cuando entregó su vida en una oscura madrugada, después de recorrer el último tramo a pie, entre hombres, compartiendo su misma suerte, como siempre había querido vivir.
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